La Parábola del Fariseo y el Publicano

Jesús contó una parábola sobre dos hombres que subieron al Templo a orar. Uno era un fariseo, un hombre de gran religiosidad que observaba estrictamente la ley, y el otro era un publicano, un recaudador de impuestos, una profesión que en ese tiempo era despreciada por considerarse corrupta y deshonesta. La sociedad los veía de manera muy diferente: el fariseo era un pilar de la comunidad, mientras que el publicano era un pecador a los ojos de todos.

El fariseo, de pie, oraba consigo mismo, no con Dios, y se jactaba de su propia justicia. Dijo: «Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces a la semana, doy el diezmo de todo lo que gano». Por lo tanto, su oración no era de petición o de adoración, sino de autoelogio, de una comparación con los demás que lo enaltecía en su propio concepto.

El publicano, en cambio, se quedó a la distancia. Ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo. En su lugar, se golpeaba el pecho con dolor y humildad, diciendo: «Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador». Su oración era corta, sincera y llena de arrepentimiento. A diferencia del fariseo, que buscaba la aprobación de los demás y se justificaba a sí mismo, el publicano buscaba la misericordia de Dios. Jesús concluyó la parábola diciendo que el publicano regresó a su casa justificado, y el fariseo no, porque «todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

La Parábola del Fariseo y el Publicano

La parábola del fariseo y el publicano es una lección fundamental sobre la humildad y la verdadera espiritualidad. El fariseo, con todas sus prácticas religiosas, perdió el sentido de la oración porque su corazón estaba lleno de orgullo. El publicano, que no tenía nada que ofrecer más que su sinceridad, encontró la gracia. En este sentido, la historia nos enseña que el camino hacia Dios no es el de la autosuficiencia o la superioridad moral, sino el de un corazón humilde y contrito.

En resumen, el mensaje de esta parábola es que la justicia de Dios no se gana con méritos, sino que se recibe con un espíritu humilde y arrepentido. Nos advierte contra el peligro de juzgar a los demás y de usar la religión como una herramienta para la vanidad. La parábola nos inspira a ser como el publicano, a reconocer nuestras faltas y a acercarnos a Dios con un corazón abierto a Su misericordia. Por lo tanto, es un recordatorio de que la humildad es la puerta a la gracia y que la verdadera fe se manifiesta en un corazón que busca perdón, no autoelogio.

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