Una leyenda antigua, presente en diversas tradiciones apócrifas y del Midrash, narra el origen del madero de la cruz de Cristo. La historia comienza con el árbol de la vida plantado en el Paraíso. Se dice que después de que Adán y Eva pecaron, el Arcángel Miguel les dio una rama de este árbol. Adán la plantó en un lugar llamado el Valle de Hebrón, y de ella brotó una nueva planta. Esta planta creció y se convirtió en un gran árbol. Por lo tanto, el árbol de la vida se transformó en un símbolo de esperanza para la humanidad, una promesa de redención a través de su propia caída.
Posteriormente, el árbol fue cortado y su madera se utilizó en la construcción de diversos objetos a lo largo de la historia bíblica. Un fragmento se convirtió en el bastón de Moisés, el mismo que partió el Mar Rojo. Otro pedazo sirvió como parte del trono del rey David. No obstante, a pesar de sus nobles usos, la madera del árbol fue rechazada y desechada una y otra vez por los constructores, pues de alguna manera siempre resultaba imperfecta para el propósito que le daban. El madero original, que había sido testigo del pecado y la promesa, se encontraba en constante movimiento, esperando su destino final y más sagrado.
Finalmente, el madero, en su última encarnación como un tronco largo y áspero, fue encontrado por los romanos en la época de la crucifixión. Los soldados, que necesitaban un madero para el castigo de un reo, lo seleccionaron por su aparente falta de valor y su rusticidad. Así fue como esta madera, que una vez fue el árbol de la vida, se convirtió en el instrumento del martirio y redención de Cristo. La leyenda concluye que el madero de la cruz, que había sido plantado por Adán como símbolo de su caída, fue el mismo que cargó a Cristo y se convirtió en el puente entre la muerte y la vida eterna, cerrando el círculo de la historia humana.

La leyenda de la cruz de Cristo nos enseña que incluso de las caídas más grandes y de los errores más profundos puede surgir la redención. El madero, que provenía del árbol de la vida del Paraíso, fue testigo del pecado original y, a través de una serie de rechazos y de una historia marcada por el sufrimiento, finalmente cumplió su propósito en el acto de amor más grande de la historia. En este sentido, la historia nos invita a considerar nuestras propias fallas, nuestros «pedazos desechados» y a entender que no son el final del camino, sino que pueden ser parte de un plan más grande.
Además, esta parábola nos inspira a ver el propósito en los lugares más inesperados. El madero, considerado inútil y imperfecto por los hombres, resultó ser el objeto perfecto para un acto de amor divino. Es un recordatorio de que las cosas y las personas que la sociedad rechaza, que considera «imperfectas» o «inútiles», pueden tener el potencial de cumplir un propósito sublime. Por lo tanto, es un mensaje de esperanza y de humildad, que nos enseña a no juzgar a las personas ni a las situaciones por su apariencia externa o por su pasado, sino a ver el potencial de redención y propósito que yace en su interior.